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Noticias de Gordo Larsson. Capítulo octavo de sus increíbles aventuras


Capítulo octavo.

Picadillo a la veneciana.

Situada en el centro del barrio de Berlusco se alzaba la Florentino Highest Tower, más conocida a finales del siglo XXI como Torre Desgracias. Con sus sesenta pisos era el edificio más alto de la ciudad de Gil Mateos y actuaba a modo de faro invertido, no señalando peligros cercanos, sino señalándose a sí misma como peligro máximo. En su cúspide, si se afinaba la vista, era posible descubrir unos cuantos desgraciados muriendo poco a poco en jaulas de metal.

–         ¿Los ves? – preguntó Valerio Bravo -. Están ahí hasta que el esqueleto queda brillante.

–         Pone los pelos de punta – respondió Gordo Larsson.

–         Dicen que luego el cocinero de Silvio Scumbag usa el tuétano de los huesos para hacer caldo.

–         ¿Ese Scumbag tiene cocinero propio?

–         Lo que no sabría decirte es qué no tiene Silvio Scumbag.

–         Pues entonces, vamos hacia allí.

–         ¿Hacia dónde, Gordo?

–         Pues hacia esa torre, Valerio.

–         No, no, espera. Parece que no te haces una idea correcta de nuestra situación. A estas alturas Silvio Scumbag ya sabrá que hemos colaborado en el rapto de su hija y que nos comimos a su perro. ¿Cómo piensas que nos recibirá?

–         No va a recibirnos, va a contratarnos. Somos sus nuevos cocineros.

–         Te equivocas, Gordo. Lo que somos es su cena – dijo Valerio Bravo, señalando hacia el frente y hacia atrás -. Y lo mejor que puedes hacer en este momento es quedarte mudo, que esta gente no entiende de ironías.

Unos veinte individuos armados les venían de frente y otros tantos por la espalda, más los que de seguro cubrían los flancos.

–         ¿Podremos con todos? – preguntó Gordo, en un susurro.

Valerio Bravo no tuvo tiempo de mandar a Gordo Larsson al carajo. Había en el grupo atacante un hondero de mucha destreza que, en un instante, dejó a ambos fuera de combate.

Cuando despertaron, se vieron encadenados a una enorme piedra de granito situada en el centro de una sala sin paredes. La vista era espectacular. La ciudad de Gil Mateos se mostraba en su más absoluta desolación. Edificios destartalados y pabellones en ruinas iban cediendo espacio a los descampados, al abandono. Lo que en un principio fue maleza, con los años devino en bosque.

A pocos metros, un viejo encadenado a otra piedra les observaba con curiosidad.

–         A ti te he visto yo en alguna otra parte. ¿Puede ser o no? – preguntó, dirigiéndose a Gordo Larsson.

No le contestaron. Estaban aturdidos. Aún tenían que hacerse una idea cabal de su situación. El viejo pareció entenderlo y les puso al corriente.

–         Estamos en la planta cuarenta de la Torre Desgracias. Yo llevo aquí dieciséis años y sueño con acercar esta piedra hasta el borde para dejarla caer, pero la condenada pesa doscientos cincuenta kilos y no hay quien la mueva. Mirad, aquí lo pone bien claro.

En letras rojas sobre fondo blanco se marcaba la cifra. Valerio Bravo buscó una marca similar en la piedra a la que estaban encadenados él y Gordo Larsson, pero no la encontró.

–         No la ves desde tu posición, pero yo te lo digo. Esa mole pesa cuatrocientos kilos. Os consumiréis tratando de moverla una sola pulgada. ¿Me creéis o no?

Gordo Larsson, con esa mirada tan peculiar con la que analizaba su discurrir vital y que tan buenos resultados le había dado, manteniéndole con salud tantos años, entendió que la situación en la que se hallaban no era tan negativa. Ni les habían matado ni les habían encerrado en una jaula en la azotea. Tan solo estaban encadenados a una mole de granito de cuatrocientos kilos. Un pequeño inconveniente del que Valerio Bravo quiso hacer un mundo

–         ¡Dieciséis años, Gordo! ¡Estamos acabados! Adiós a tus pichones, adiós a tumbarme a la Amparo.

El viejo lo complicó aún más cuando les dijo que su falta había consistido en el robo de una docena de tomates de la despensa de Silvio Scumbag.

–         ¡Dieciséis años por unos tomates! – gritó Valerio Bravo -. ¿Y tú te querías hacer contratar por ese malnacido de Scumbag, Gordo?

–         Dieciséis y los que me quedan hasta sumar veinticinco. Esa es la condena para los que enganchan a estas piedras.

Valerio Bravo enmudeció. Cuando le soltaran tendría unos cincuenta años, una edad que no entraba en sus cálculos. Los viejos eran una excepción en la ciudad de Gil Mateos. Lo acostumbrado era morir al rayar los cuarenta años. Si algo no cambiaba, pasaría encadenado el resto de su vida. Miró a Gordo Larsson buscando consuelo, pero a este, tal vez por viejo, tal vez por sabio, quien sabe si por locura repentina, sólo se le ocurrió preguntar al viejo por el menú.

–         ¿A qué hora se come aquí, abuelo?

Entonces, como si su pregunta hubiera sido una invocación, alguien satisfizo sus deseos y por un hueco abierto en el techo les llegó una cesta con tres manzanas.

–         ¿Manzanas? – preguntó Gordo, extrañado.

–         Lo único que comeréis en la planta cuarenta de Torre Desgracias. Cuatro puñeteras manzanas al  día y olvídate de lo que es un buen mocordo – respondió el viejo.

Valerio Bravo lanzó un suspiro y dijo a su compañero de aventuras que lo matara allí mismo y en ese momento, pero Gordo Larsson le ignoró. Adelantó una mano y cogió la manzana que le tocaba.

–         Afirmo que yo a ti te he visto antes. ¿Dices que sí o que no? – insistió el viejo.

Mientras Gordo Larsson masticaba la manzana con parsimonia, su mente bullía buscando una salida.

–         ¿En 2068 en Madrid? ¿O fue en 2069 en Barcelona? ¿Sí o no?

Valerio Bravo le dijo a Gordo que le regalaba su manzana y todas las que le correspondieran, pero que por favor le matara pronto, que su alma libre no soportaba cadenas ni aquella era dieta para un cazador acostumbrado a la carne roja.

–         ¡Mátame, Gordo! ¡Mátame y hazme picadillo!

Ante esa última palabra, a Gordo Larsson se le abrieron los ojos. Picadillo, repitió en su interior, a la Veneciana, por supuesto. Sin perder un instante, preguntó al viejo por la procedencia del cocinero de Silvio Scumbag.

–         No sé de dónde llegó, pero de por aquí no es, seguro. Está delgado como un palo, viste una túnica naranja y lleva el  cráneo pelado – respondió el viejo, para continuar de seguido en un tono de voz más bajo -. Yo opino que es un brujo y que tiene a Scumbag en sus garras. ¿Me crees o no?

Por supuesto que le creía. Gordo Larsson unió cabos y llegó a la conclusión de que Silvio Scumbag había caído en las redes de una secta budista vegetariana. Hacía mucho tiempo que ese criminal no probaba la carne. Pero por mucha que fuera la influencia de aquel monje asiático, un hombre como Scumbag, de ascendencia italiana, no sería capaz de resistirse a la propuesta que Gordo Larsson le lanzó a voz en grito.

–         ¿Hace cuánto que no pruebas carne, Silvio Scumbag?

No hubo respuesta inmediata, pero Gordo Larsson sabía que aquella era su única opción.

–         ¿Te hace un picadillo de carne?

Silencio.

–          ¡Te estoy hablando de un picadillo de carne a la veneciana, Silvio Scumbag!

Entonces sí, entonces la voz de Silvio Scumbag le confirmó a Gordo Larsson que su plan había resultado.

–         ¡Traedme a ese bocazas ahora mismo!

Próximo capítulo: Albóndigas brutas a la aragonesa.

Sin noticias de Gordo Larsson…

Hoy, esperábamos a Gordo Larsson pero no ha aparecido…

Quizás Silvio Scumbag les ha cortado algo más que los huevos a Gordo Larsson y a Valerio Bravo. Confiemos que sigan vivos y puedan alcanzar su objetivo culinario.

Seguiremos informando.

Gula tatuada. Andanzas de Gordo Larsson. capítulo séptimo

Capítulo séptimo.

Rebozo de carne al Ganchoferrado.

Salvado el barrio de El Camps, Gordo Larsson y Valerio Bravo, continuaron camino hacia el parque Leo Messi y sus hermosos pichones. Entraban en el tramo que ellos pensaban final de su recorrido, pero tal suposición era errónea porque aún debían afrontar los barrios de Berlusco y La Urdanga, territorio de salvajes y caníbales en grado superlativo.

–         Oye, Gordo, el descampado este hay que pasarlo en bruto y las posibilidades de que no lo consigamos son muchas. Quiero que sepas que has sido un compañero cojonudo – dijo Valerio Bravo, observando el erial que daba paso a las primeras casas de Berlusco.

–         No va a pasarnos nada, amigo, que muy fiero pintan lo que no es sino pobreza.

–         ¿Pobreza? No, coño, no, Gordo, parece mentira que aún no te hayas dado cuenta. Es hambre a paletadas. Mira ese esqueleto, por ejemplo – Valerio señaló unos huesos que blanqueaban en medio del descampado -. Ese no está así por pobre, sino por el hambre de otros.

–         Hambre y pobreza siempre han ido de la mano.

–         Como quieras, pero lo cierto es que me tiemblan las piernas solo de pensar en cruzar eso sin una maldita cubierta a mano.

Justo en ese momento, como si las leyes de la sensatez se fueran al carajo para desbaratar los razonamientos de Valerio, una niña surgió de la nada y caminó por la desolación con una inocencia solo al alcance de la infancia. Pegado a ella, fiel a sus pasos, un perro.

–         ¡Joder!  Parece un espejismo.

–         Es solo una niña, Valerio.

–         ¿Sólo? Eso es un almacén de carne, Gordo. Una niña y un perro bien cebado camino del matadero.

Gordo Larsson cerró el puño, recogió el brazo y le soltó una hostia a Valerio Bravo en los morros. Después sacó su cuchillo y se lo puso en el cuello.

–         Repite conmigo, malnacido, los niño son sagrados, los niños son sagrados, los niños son sagrados…

Valerio comprendió el aviso. Gordo Larsson nunca atacaba en vano. Si lo hacía era por un motivo importante, lo suficiente como para encajar las consecuencias.

–         Repite, gualdrapas, los niños son sagrados – insistió Gordo, con la hoja del cuchillo presionando el cuello de su compañero.

–         Los niños son sagrados – dijo Valerio -. Pero los perros no. Y ahora deja de hacer el imbécil y guarda esa faca.

Gordo se guardó el cuchillo y tendió un trapo a Valerio para que se limpiara la sangre. Le había hecho una buena raja en el labio. Después fue hacia la niña. Si había gente observando desde las casas de Berlusco, se limitaron a observar. Ningún contratiempo impidió a Gordo Larsson acercarse hasta ella. Tenía ojeras profundas y unos ojos tristes como la niebla.

–         Mi padre lo quiere matar para comérselo. Por eso nos hemos escapado esta mañana. Él y yo – dijo, señalando al cánido.

–         ¿Cómo se llama? – preguntó Gordo.

–         Se llama Rubalcaba. Es muy viejo. Mi padre dice que ya no sirve para nada y que tenemos que comérnoslo.

–         ¿Y dónde vive tu padre, pequeña?

La niña señaló hacia el edificio más alto del barrio de Berlusco, una torre de unos cuarenta pisos.

–         Se llama Silvio y es el jefe de este barrio.

Gordo Larsson fue consciente del peligro, pero algo le decía que debía ayudar a aquella criatura y que cualquier lugar sería mejor que las cercanías de Silvio Scumbag, por mucho que fueran padre e hija. Por eso le tendió su mano, ella la tomó confiada y caminaron de vuelta hacia donde Valerio, con Rubalcaba hocicando sus pasos.

–         Es la hija de Silvio Scumbag – dijo Gordo.

A Valerio Bravo aquella noticia le cauterizó la herida del labio en un santiamén, además de provocarle una tos torcida y dejarle atragantado durante un buen rato. Silvio Scumbag era un nombre de peso en la ciudad de Gil Mateos. Un peso ganado a base de crímenes, extorsiones, asaltos, asesinatos, violaciones, torturas, secuestros y otras actuaciones.

–         La hemos cagado, Gordo. Ahora ni se salva la niña ni nos salvamos nosotros. En cuanto al perro… hay que admitir que está bien cebado.

–         Mi padre se lo quiere comer – dijo la niña.

–         ¿Y hacia dónde ibas? – preguntó Gordo.

–         No lo sé – respondió la niña, encogiendo sus hombros -. Pero allí no vuelvo.

Allí era la torre de cuarenta pisos que dominaba el barrio de Berlusco. Valerio dijo que aquello no pintaba nada bien y Gordo trató de recordar el nombre que los antiguos usaban para definir la resolución de asuntos irresolubles.

–         Mi padre se come a los perros y también a las personas, ¿sabéis?

Lo tenía en la punta de la lengua, pero no cuajaba en su mente. Un nombre para sortear lo inevitable.

–         Mi padre es un ogro.

Una palabra para evitar el desastre inminente. Pero no llegaba a ella. Fue entonces cuando escuchó aquel trueno que crecía en intensidad y giró su cabeza hacia el cielo, ocupado por un enorme abejorro de hierro que descendía hacia ellos. Se cubrieron como pudieron del polvo y el ruido que generaba aquel monstruo al posarse sobre la tierra. Gordo nació cuando aquellas máquinas aún existían en el país, pero su recuerdo se había borrado completamente. Aquella en concreto vino volando desde Alemania y su misión consistía en recoger niños huérfanos y darles una familia en la civilizada Europa. Así les informó la mujer que descendió del aparato.

–         Esta niña se viene para Berlín – dijo, ofreciendo a la niña un caramelo y una salchicha envuelta en berza.

La niña dijo que sí al instante.

–         Pero el perro no – continuó la mujer.

La niña no puso objeción y entregó la correa de Rubalcaba a Gordo  Larsson.

–         Cuídalo – le dijo.

Después subió junto a la mujer a aquella máquina, que no tardó en volver a los cielos y desaparecer tan rápido como había llegado. Al cabo de un buen rato, pasado el estruendo pero no el asombro, Gordo Larsson y Valerio Bravo se miraron el uno al otro por si alguno tenía una respuesta.

–         No sabría qué decir – dijo Gordo.

–         Yo tampoco, aunque tal vez después de comer tenga alguna respuesta – dijo Valerio, tomando la correa de Rubalcaba – . Ahora vamos a buscar un lugar tranquilo.

Cuando el perro estuvo descuartizado y limpio, Gordo recordó aquella vieja receta del Ganchoferrado en la que a la carne se la rebozaba de huevo y harina y después se colgaba en un garfio sobre las brasas. Hacía mucho que no disfrutaba de aquella delicia y ese era un buen momento. Tenía todo lo que necesitaba y Rubalcaba, hay que reconocerlo, estaba muy bien cebado.

–         Yo no sé qué es lo que ha caído del cielo, pero lo que si tengo claro es que Silvio Scumbag nos va a cortar los huevos – dijo Valerio, ya con la tripa llena -. Le hemos dejado sin hija y sin perro en un soplido. Nos esperan putas en Berlusco, amigo Gordo.

Próximo: Picadillo a la veneciana. 

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo sexto

Capítulo sexto

Homo sapiens con base Mathurine.

Avanzando entre los últimos edificios del barrio de La Bola, cerca ya del descampado previo al barrio de Berlusco, Gordo Larsson y Valerio Bravo vieron a un hombre que, en mitad de la calle, tenía al fuego una cacerola. Se escondieron tras un montón de escombros y observaron. Las llamas eran mínimas y el hombre también. Pequeño y viejo, tan a descubierto, Valerio dijo que le inspiraba tanta confianza como diez buitres juntos.

–         Pero está cocinando. No parece peligroso – dijo Gordo Larsson.

–         Esa es la mejor arma de los viejos, nunca parecéis peligrosos.

–         Y además tengo hambre. La carne de esos canguros era una porquería.

–         ¿Te refieres a que lo matemos y nos lo comamos, Gordo?

–         Me refiero a lo que pueda estar cocinando, Valerio.

–         No está cocinando nada, Gordo. Ese viejo es un puñetero cebo.

Al instante, Gordo Larsson se agachó aún más y echó un vistazo alrededor.

–         No veo a nadie – dijo.

–         Sé muy bien que están ahí. Yo también he usado este truco. Plantas a un viejo amenazándole con cortarle el cuello si se mueve y después esperas a que pase alguien igual de confiado que tú y trate de robarle la comida al viejo.

–         Joder, Valerio. Te aprecio mucho, pero eres el exponente máximo de la podredumbre de esta ciudad. No hablo ni de robarle ni de matarle ni de comerle, sólo quiero acercarme ahí para ver qué está cocinando y tratar de meter cuchara, nada más.

–         Te equivocas de raíz, Gordo. Esta ciudad ya se pudrió hace muchos años, la fase actual es la de la desolación. Y sí, yo soy un buen exponente.

Valerio Bravo metió mano en su macuto y extrajo un paquete pringado de sangre. Eran dos pedazos del muslo de Oriol Tuiter i Tuiter a punto de comenzar a oler realmente mal.

–         Si los asas bien nos aseguramos la cena – dijo.

–         Pero tú, estimado Valerio, estás más que acostumbrado a la carne cruda. Ahora no tenemos tiempo para barbacoas. Comemos con el viejo y después continuamos para el barrio de Berlusco.

Valerio Bravo, exponente de la desolación, arrojó el paquete de carne a una alcantarilla y encaró a Gordo Larsson.

–         Adoro la carne cruda, Gordo. Y la adoración va mucho más allá de la costumbre. Así que no comemos con el viejo, sino que nos comemos al viejo… al que sea, y yo veo dos. Él y tú.

El lo acompañó clavando la punta de su dedo índice en el pecho de Gordo, quien llegó a viejo gracias a la astucia y la sensatez. Esta última cualidad le decía bien claro que no tentara los colmillos de Valerio Bravo. En cuanto a la astucia, Valerio también tenía la suya.

–         Tú vas a ser el falso cebo, Gordo. Te acercas a unos veinte metros y vemos qué sucede.

–         ¿Vemos? Si ese viejo es un cebo lo más probable es que yo no vea nada más que la muerte, si acaso.

–         Si no es tiempo de barbacoas, mucho menos de filosofías, Gordo Larsson. ¿Vas o te voy?

Y Gordo fue porque en su caso, aunque no lo admitiera, la cobardía también sumaba a la astucia y la sensatez. Avanzó pegado a un edificio hasta llegar a veinte pasos del viejo, que ya le había visto y le hacía señas para que se acercara. Gordo se parapetó tras un muro y observó al viejo. La cazuela era un interrogante. ¿Qué podía haber dentro? No hervoteaba nada, el fuego era mínimo.

–         ¡Venga usted aquí, buen hombre! – gritó el viejo a Gordo -. ¡Que no le voy a comer, carajo! ¡Que no tengo un maldito diente, por favor! ¡Es que ya no hay un solo ser humano digno de tal nombre en esta ciudad!

–         ¿Qué está cocinando? – preguntó Gordo Larsson.

–         ¡Un puré Mathurine! – respondió el viejo.

Gordo Larsson se desmontó. Del mismo modo que los cataclismos sacuden la corteza terrestre, su pensamiento se dislocó en dos placas antagónicas: comerse al viejo o comer junto a él ese delicioso puré Mathurine.

–         ¡Pero le advierto que no tengo mantequilla! – gritó el viejo.

–         ¿Patatas, guisantes y puerros? – preguntó.

–         ¡Pues claro, hombre, que si no estaríamos hablando de otra cosa! ¡Y véngase ya para aquí, que me cansa gritar tanto!

Gordo Larsson miró hacia la posición de Valerio y este le hizo una señal para que se acercara más. Gordo abandonó su parapeto y caminó hacia el viejo. Cuando llegó a su lado, este se levantó y le tendió la mano.

–         Rodrigo Rato – dijo.

–         Un placer, yo soy Gordo Larsson.

Se sentaron junto a la cacerola y Gordo la destapó, acercando su nariz.

–         Acaba de romper el hervor – dijo el viejo -. Queda para largo porque no tengo buen fuego.

–         ¿Tiene tamiz para pasarlo?

–         Pues claro, hombre de Dios.

Gordo Larsson se quedó pensativo. Hacía muchos años que no escuchaba aquella expresión: hombre de Dios. Volver a encontrarse con ella añadía un extra de interés hacia el portador, además, claro está, del puré Mathurine.

–         ¿De dónde es usted, señor Rodrigo Rato?

–         Nací en las islas Cayman, pero mi bisabuelo era español de pura cepa, de los exiliados de los años treinta. Era político y banquero. ¿Y usted, señor Gordo Larsson?

–         Yo soy de donde mi estómago me lleve, por eso me llaman Gordo. Mi verdadero nombre es Larsson Gómez. En cuanto a mi bisabuelo, no puedo darle referencias.

–         ¿Y su abuelo?

–         Tampoco.

–         ¿Y su padre?

–         Mucho menos. De todos modos, lo que sí decía mi madre es que en honradez los de nuestra saga siempre hemos puntuado alto. ¿Y la suya, señor Rodrigo Rato?

–         También puntuamos alto. Es más, ese es el único motivo por el que ahora me encuentro en esta apurada situación. Tan alto puntuó mi bisabuelo en la política y en la banca que no pudo sacar todas sus riquezas cuando lo del exilio. Con las cuentas corrientes y el efectivo no hubo problema, pero además había atesorado cien kilogramos de oro. Esos no pudo sacarlos y se vio obligado a esconderlos. La familia me envió en su búsqueda. Lo he encontrado, pero ahora no puedo escapar con él ni de esta ciudad ni de esta desgraciada isla de Iberia.

–         El oro no se come, señor Rodrigo Rato.

–         No en esta mierda de lugar, señor Gordo Larsson.

–         Donde usted está atrapado al igual que yo. Esperemos la cocción, procedamos con el tamizado, sustituyamos la sucia mantequilla por el insuperable aceite de oliva y degustemos del puré Mathurine. ¿Le parece?

–         Agradezco la compañía. Me parece una idea excelente.

–         Y yo agradezco el encontrar en este páramo urbano de Gil Mateos una persona conocedora de las artes gastronómicas, señor Rodrigo Rato.

–         ¿Y lo del tesoro de mi bisabuelo?

–         ¿Qué hay de él? – preguntó Gordo, acercando el oído a la cazuela para calcular el nivel de cocción.

–         ¿No le interesa saber dónde está escondido?

–         En absoluto. Mi meta es el parque Leo Messi y mi trabajo regresar al barrio de La Bola con dos pichones bien gordos. Cien kilos de lo que sea es lo que menos me conviene en este momento.

–         Si me ayuda le doy el uno por ciento. Un kilo de oro vale treinta mil dólares en el mundo exterior, el de verdad.

–         ¿Qué son dólares? – preguntó Gordo Larsson.

–         ¿Me toma usted el pelo?

–         ¿Se comen?

–         ¡Por favor!

Sopló la brisa, el fuego se avivó y en un instante la cazuela comenzó a hervotear en serio. Rodrigo Rato se acercó a ella y la destapó para revolver con un cucharón de madera. Ese gesto tan cotidiano, tan de hogar humilde, de olla podrida, fue lo último que Rodrigo Rato hizo en su vida, porque Valerio Bravo, preciso en su condición de cazador machetero, le cortó la cabeza de un solo golpe. La cabeza cayó a la cazuela y Gordo Larsson cerró la tapa.

–         Si tengo que comer algo de este hombre, que sean los sesos – dijo.

–         Pues yo le daré a los lomos, sin despreciar ni el corazón ni el hígado – dijo Valerio -. Necesitamos proteína. Hasta ahora ha sido un paseo, pero en el barrio de Berlusco la cosa empieza en serio.

Gordo Larsson se llevó la mano a su bolso de especias y arrojó un puñado de sal a la cazuela. Conocía el resabor dulzón de la carne humana. Los ojos de Rodrigo Rato, ya amarillos, también se los comería. Pensaba comerle hasta el alma a ese engreído, digerirla a conciencia y cagarla después en algún callejón de Gil Mateos.

–         ¿De qué hablabais? – preguntó Valerio.

–         De que le gustaba la cocina. No era más que un viejo elitista con ganas de charla.

Por algún motivo, casi seguro que el del brillo atemporal del oro, Gordo Larsson guardó silencio respecto a lo del tesoro escondido.

–         Pues si le gustaba la cocina, qué mejor final que su cabeza en una bandeja para saciar el hambre del pueblo. ¿No crees, Gordo?

–         Creo, Valerio, creo.

Próximo: Rebozo de carne al Ganchoferrado

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo quinto

Capítulo quinto

Costillas de canguro a la salchichera en Lo Matas.

El orujo es del rey, y el agua para el buey. Si la hubiera conocido, Valerio Bravo habría firmado con sangre esa máxima. Lo mismo que Gordo Larsson ésta otra: Ave que vuela, a la cazuela. Y ésta: Si quieres cosa gafada, come liebre asada. Adoraba la carne de pluma y torcía el morro ante la de conejos y liebres, que fue lo que encontraron en la entrada del barrio de Lo Matas. Liebres gigantes. Un retén de veinte canguros.

–         Esos bichos son muy cabrones, Gordo – advirtió Valerio, agazapados ambos bajo unos arbustos -. Además de tener una piel dura como un zapato.

–         ¿Y qué hacen ahí plantados?

–         Yo que sé, Gordo.

–         La carne de esos bichos es bien difícil.

–         Más bien piensa en que no te coman ellos a ti.

–         Los canguros son herbívoros, Valerio.

–         Los únicos herbívoros que conozco en esta ciudad son los rastas de nuestro barrio. El resto, hasta las palomas, tragamos lo que sea.

Como si Doña Realidad quisiera refrendar las palabras de Valerio, hizo salir de algún lugar a un hombre que cargaba un saco. Al instante, el tropel de canguros comenzó a saltar hacia él. El individuo, alarmado, quiso desenfundar su cuchillo, pero el crochet de izquierdas que le soltó el canguro alfa lo dejó nocaut. Después se lo comieron.

–         Al menos despistarán el hambre – dijo Gordo.

–         Esos roedores son insaciables, pero ahora están entretenidos y nos dan una oportunidad.

A cuatro patas, escondidos tras un murete, Gordo Larsson y Valerio Bravo salvaron el retén de canguros y se internaron en el barrio de Lo Matas, tan desvencijado como La Bola. Tras avanzar un buen trecho alcanzaron una plaza en cuyo centro se alzaba la figura en mármol de un hombre que señalaba hacia el cielo. Grabada en una placa, se leía: Lo Matas a Jaume Matas y Borbón.

–         ¿Quién fue ese tal Matas y Borbón, Gordo?

–         Ni puta idea, Valerio, pero supongo que alguien muy querido, porque la estatua sigue en pie.

Continuaban camino cuando una mujer les chistó desde un tercer piso, haciendo señas para que subieran.

–         Una trampa. De fijo. Es la primera vez en mi vida que veo a una persona exponerse con tanta facilidad.

–         ¿No eres demasiado desconfiado, Valerio?

–         Seguimos vivos, ¿verdad? No vamos a subir ahí, Gordo.

Sin embargo, no les quedó otra opción cuando los veinte canguros aparecieron en la plaza y se abalanzaron hacia ellos a grandes saltos. Entraron a la carrera en el portal del edificio, donde no encontraron escalera alguna, sino una gran cesta atada al extremo de una cuerda.

–         ¡Meteos dentro! – gritó una voz.

Cuando el canguro alfa ya buscaba el mentón de Valerio para ejecutar un gancho fatal, un tirón de la cuerda alzó el cesto. La jauría de marsupiales, viendo escapar las piezas, rompió en un aullido que dejó claro lo voraz de su comportamiento.

–         ¿Qué te decía? ¿Les gusta la carne o no?

Gordo iba a responder que no le quedaba duda alguna, pero alcanzado el tercer piso lo hicieron por él.

–         Esas bestias ya no comen otra cosa que carne, y si pueden, humana.

La mujer les tendió una mano y salieron de la cesta.

–         Me llamo Pili Sangüesa y esta es mi familia.

Una vieja desdentada y un montón de carne con vida propia atado a una silla.

–         ¿Qué le ha pasado? – preguntó Valerio.

–         Que quiso ir al parque Leo Messi, el pobre – respondió la mujer.

A Gordo se le tensaron las orejas.

–         ¿Para qué?

–         Para lo mismo que tú, Gordo Larsson. Pero en vez de pichones, él buscaba setas.

–         ¿De qué me conoces?

–         Tu fama te precede.

Gordo pensó que aquello, la fama, no era buena compañera de viaje. Y no por modestia, sino por seguridad.

–         ¿Qué setas fue a buscar? ¿Le gusta cocinar? – preguntó Gordo, sin apartar su vista de un muchacho al que faltaban piernas, brazos y media cabeza, incluidas nariz, morro y orejas.

–         No, cocinar no, a este lo que le iban eran los bonguis (*). El muy cretino se pasaba todo el día entre Mercurio y Plutón.

–         ¿Y por qué no lo matan? – preguntó Valerio.

La mujer se encogió de hombros, pero la vieja desdentada rió.

–         ¡Cállate, puta! – le arreó la mujer con un madero -. ¡Que eres una puta! ¡Vieja puta!

La vieja encajó los golpes sin dejar de reír y se escurrió a otra habitación. Desde allí, gritó.

–         ¡Lo único que no amputaron a ese imbécil fue el nardo! ¡Y qué nardo!

Valerio lanzó una carcajada. La mujer, aceptando de inmediato la confesión de la vieja, se unió a sus risas. Sin perder un segundo, se arrodilló ante él, le bajó pantalón y calzones, y le enseñó lo bien que lo hacía. También dijo que tenía una botella de orujo en la despensa.

–         ¡Gordo, esto es la leche! ¡El puto Walhalla, compañero!

Gordo Larsson, ignorando la escena, comenzó a pensar e imaginar los tesoros gastronómicos que albergaba el parque Leo Messi. Después recordó que tenían un revolver. Esperó a que Valerio se vaciara y después lo llevó a una ventana. Al pie del edificio aguardaban los veinte canguros.

–         ¿A cuál tumbo? – preguntó Valerio.

–         Al más hijo de puta, claro. Ese grandote de allí.

Valerio empuñó el revólver, hizo bang y el macho alfa ni se inmutó.

–         ¿Qué te decía? Un pellejo bien duro.

Segundos después, el canguro se desplomó.

–         Duras son las mierdas que tienes en la cabeza, Valerio. Una bala es una bala.

Los diecinueve canguros restantes, vencida la sorpresa inicial e incapaces de resistir al llamado de la sangre, se arrojaron sobre el cuerpo de su líder dispuestos a no dejar de él ni los genes.

–         Ahora, espaciando un poco, vas matando al resto y dejas para el final a ese pequeñín de allá, que estará bien tierno.

Los canguros, cegados por la ansiedad, no comprendieron que los estaban matando poco a poco. Cuando solo quedó en pie el más chico, Gordo dijo a Valerio que lo baleara en las patas, sin matarlo.

–         A ese lo acuchillamos como a los cerdos, y que sufra, que hoy cenamos costillas de canguro a la salchichera.

Los vecinos de Lo Matas no tardaron en abandonar sus refugios y retornar a las calles. Apenas eran quinientas personas, por lo que tocaba a un canguro para cada veinticinco. Buena proteína y, sobre todo, librarse de aquellas fieras.

–         ¿Y cómo llegaron esos bichos hasta aquí? – preguntó Valerio a un vecino.

–         Escaparon de La Urdanga – dijo el hombre, royendo una costilla – Aquello es un maldito infierno, jefe, y esto está de muerte.

Gordo Larsson puso en aquellos canguros toda su ciencia. Aborrecía la carne de roedor, pero supo hacer de ella algo comestible y, más aún, agradable al paladar.

–         Gordo, eso de Larsson, ¿de dónde viene? – preguntó Valerio, tras la comida.

–         Es mi nombre de bautismo.

–         ¿Bautismo?

–         Una ceremonia tradicional del sector de la hostelería. Y Larsson fue un filósofo escandinavo a quien mi vieja profesaba gran devoción.

–         No me suena – dijo Valerio, no satisfecho del todo con aquellos canguros, tal vez recordando los trozos humanos que guardaba en su bolsa.

–         Su obra se ha perdido, como la de otros grandes pensadores y artistas. Ni libros ni pantallas, ya sólo nos queda el estómago – dijo Gordo Larsson, haciendo honor a su apodo y conectando con la insatisfacción de su compañero.

–         Y la jodienda, amigo. Si regresamos triunfantes a La Bola, a la Amparo la reviento.

Notas manuscrita de Guillén Dewu. Monje anarquista del Comunato de Oña (Castilla La Vieja) y cronista de las andanzas de Gordo Larsson.

(*) Bonguis: Hongo escreméntico de vacuno con propiedades desconcertantes.

Costillas de canguro a la salchichera: Matar un canguro lechal y desangrarlo como a un puerco. Descuartizarlo y despellejar y salpimentar las costillas. Chorro de aceite o manteca a la sartén y tener a brasa lenta las costillas durante ocho veces sesenta. Se les da la vuelta y otro tanto de tiempo. Retirar las costillas. En el aceite y la grasa apochar la cebolla, sumando un puñado de harina, bien de romero, cucharada de mostaza y media frasca de vino en tientos cortos. Mezclar con brío, tapa al puchero y a brasa lenta hasta que engorde. Poner las costillas sobre la salsa y esperar apenas nada, lo que el estómago tarde en crujir.

 

Próximo capítulo: Homo sapiens con base Mathurine

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo cuarto

Capítulo cuarto

Huevos a la Tripe en Can Tuiter.

Gordo Larsson y Valerio Bravo alcanzaron el centro de la ciudad de Gil Mateos al amanecer. En el lugar donde antaño se levantaban las Bahamonde Towers y el palacio del Comendador, la Universidad José Bono y la residencia de verano del Archiduque de Pontevedra, la Catedral de San Juan Pablo II y el santuario de la Virgen del Aborto, la Audiencia y al cuartel del Batallón Barrionuevo, a tiro de lapo de la arrasada Plaza de la Contrarreforma y el demolido pabellón de Penas Capitales, allí, digo, encontró nuestro héroe un gran descampado con un chiringo en el medio. Era el comedero de Can Tuiter, regentado por  Oriol Tuiter i Tuiter.

–          Ymme Tuiter, Gordo Larson.

–          ¿Cómo sabe usted mi nombre?

–          Tu fma t prcde y yo stoy n tdo. 70. Nacido n Soria. Tu mam bruja. Tu condena sla gula. Tufinal n barrio Urdanga. Jmas parq Leo Messi. Sgo?

–          ¿Y este, cómo se llama? – preguntó Gordo, señalando a Valerio.

–          Valerio Bravo. Kzdor. 25. Nacido n LaBola. uerfno mchtero gnrant dsgrciado brrcho…

–          Oye, Tuiter, ¿se puede saber qué te pasa en la boca? – preguntó Valerio, sin abandonar las manos de sus machetes porque aquel individuo no le gustaba ni media.

–          No pasa nada n boca, pq?

Gordo Larsson hizo una seña a su compañero para que se callara.

–          Oiga usted, Tuiter, ¿no tendrá algo de desayunar por ahí, verdad?

–          Tngo uevs.

–          ¿Huevos?

–          Frts

–          ¿Perdón?

–          Cn jmn

–          ¿Cómo?

Oriol Tuiter i Tuiter, situado tras el madero que servía de mostrador en su comedero, mostró un claro gesto de disgusto y trató de vocalizar mejor.

–          Huevos fritos con jamón.

–          Estupendo, amigo Tuiter. Eso nos irá de maravilla, y del pago no te preocupes, que ya nos arreglaremos – dijo Gordo.

–          N soy su mgo

–          ¡Me cago en tus vivos! – exclamó Valerio Bravo -. ¿No sabes hablar en cristiano?

–          Ecnmia d plbrs

–          ¿Te las cobran o qué coño?

Gordo Larsson mandó callar de nuevo a Valerio y dijo a Tuiter que ok con esos huevos fritos con jamón. Pero Tuiter no se movió del mostrador. De nuevo con una vocalización adecuada, dijo que también él quería apostar, como la Amparo.

–          ¿Y qué es lo que quieres jugarte?

Desapareció tras una lona y al cabo de unos instantes puso sobre el mostrador seis latas de espárragos de Navarra.

–          Pone cojonudos, Gordo. ¿Has visto? Co-jo-nu-dos. ¡Lo que hay que ver! ¿Y esto se come? – preguntó Valerio.

–          No un burro como tú.

–          Como quieras, para ti el pato y esas latas, pero yo, ¿qué gano?

Tuiter comprendió la situación y extrajo de su delantal un cuchillo jamonero. A Valerio le bailaron los ojos. Seguido, también colocó un revolver sobre el mostrador.

–          ¿Te juegas todo ese metal a que no volvemos de Leo Messi?

–          Slo el chllo. La pstla s para jgar rleta rsa.

–          ¡Ostias, Gordo, este tipo está como un grillo!

–          El q prmro bang, ns lo cmmos. Ok?

Tal vez fue el hablar de Tuiter, tal vez el brillo de hiena que desplegó en sus ojos, el caso es que Valerio Bravo, ejerciendo su papel de hombre de acción, empuñó los machetes y en apenas seis caracteres rajo a Oriol Tuiter i Tuiter desde la carótida hasta la femoral.

Al desgraciado, desangrándose sobre el mostrador, aún le dio tiempo a suplicar a Gordo Larsson que le cocinara unos huevos a la Tripe (1).

–          Uevs ala trip, pr fvr.

Pero Gordo no le entendió y Tuiter no pudo repetirlo.

–          ¿Qué ha dicho?

–          No lo sé, Gordo. Este tío estaba como una chota.

–          Pues yo no me quedo sin esos huevos fritos con jamón. ¿Te hacen, Valerio?

–          ¿Huevos fritos teniendo aquí lo que tenemos?

–          En La Bola no somos caníbales.

–          Eso tú, que apenas sales de noche.

–          Ni se te ocurra.

–          Que te jodan, Gordo. Yo desayuno a mi modo y tú al tuyo. Estoy de viaje y necesito proteína. ¿Estamos?

Gordo comprendió que le convenía callar. Además, ¿qué podía él objetar contra eso de comerse a un semejante si había logrado sobrevivir tantos años y la carne era tan solo carne desde que Margaret devoró a Carl? Se cocinó los huevos mientras Tuiter, colgado por los pies, se vaciaba de sangre. Cuando Valerio comenzó a descuartizarlo, Gordo Larsson abandonó el chiringo y se llevó su desayuno a la sombra de una palmera. Comió y sonrió satisfecho. La cosa iba muy bien. Tenían seis cajas de espárragos cojonudos, un revolver con munición y Valerio llenaba sus alforjas y se ganaba un cuchillo jamonero. Los pichones jóvenes y tiernos del parque Leo Messi y el pato de Amparo estaban cada vez más cerca.

(1)       Nota manuscrita de Guillén Dewu. Monje anarquista del Comunato de Oña (Castilla La Vieja) y cronista de las andanzas de Gordo Larsson:

Huevos a la Tripe. seis huevos, dos cebollas, tiento de vino claro con agua, un pico de harina, un pico de queso seco raspado, puñado de mantequilla, sal, pimienta y doce gotas de limón. Se cuecen los huevos hasta endurecer y se preparala salsa Tripe dorando la cebolla sobre la mantequilla y añadiendo la harina a brasa templada (sin hervotear en ningún momento). Se añade el vino blanco con agua y se amalgama el conjunto, poniendo de seguido sal, pimienta y las doce gotas de limón. Se mantiene en la brasa contando dos veces sesenta y se retira. Los huevos se cortan en rodajas, se ponen en una bandeja de barro cubiertos con la salsa y con el queso rallado y se meten al horno hasta que doren, o entre ladrillos (pero siempre con una bandeja de agua debajo). Suculentos en compañía de vinos tintos de Namibia o vinos blancos de Angola.

Próximo capítulo:

Costillas de canguro a la salchichera en Lo Matas.

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo tercero

 

 

 

Capítulo tercero.

Menudillos de polla con salsa de alcaparras.

 

 

La avenida Ministro Gallardón unía el barrio de La Bola con el centro de Gil Mateos. En sus orígenes, hacia 2020, fue una amplia arteria arbolada con confesionarios de ébano y fuentes de bromuro cada doscientos metros. En 2090 se había convertido en una cinta de escombros y maleza poblada de gatos del tamaño de un perro y perros del tamaño de un hombre.

–          Ahí lo tienes, Gordo. Nuestro primer obstáculo. Dos kilómetros y estamos en el centro.

–          Esos gatos de los que hablas, Valerio, ¿saben bien?

–          No lo sé. Cuando estuve por aquí no traté de comérmelos, sino de escapar de ellos.

–          ¿Y los perros?

–          No son perros, Gordo. Hablo de los Putinov, exiliados rusos. Son unos cincuenta y todos familia.

–          ¿Peligrosos?

–          Si no te cogen, no. Pero no son de lo peor que vamos a encontrar en este viaje.

Gordo Larsson y Valerio Bravo comenzaron a caminar porla avenida Ministro Gallardón.Pronto, la espesura les cubrió por entero. Valerio avanzaba abriendo camino con sus machetes y Gordo no dejaba escapar ocasión para recoger hierbas y raíces. Al cabo de unos doscientos pasos, llegaron ante una caseta de plástico y hojalata que los antiguos llamaban kiosko. Echaron un vistazo tras apartar la maleza y descubrieron un esqueleto en el interior. Llevaba un cartel al cuello.

–          ¿Quién fue Jota Eme Aznar, Gordo?

–          Fue un agente del Mossad israelí infiltrado en los gobiernos españoles de finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno. Pero ahí no pone nada de eso, sino Joder, Puto Ánsar.

–          ¿Gripe aviar?

–          Quién sabe, Valerio.

–          Gripe aviar, de fijo. Por eso no hay un solo gato. Da mal fario. A ver si está todo infectado y la jodemos también nosotros.

–          Prosigamos – dijo Gordo Larsson.

La selva era espesa y el sol ya se ponía por los cerros de Brunete. Llegaron ante un bosque de bambú que dio mucho trabajo a los machetes de Valerio. Encontraron un pequeño claro entre el bambú y decidieron pasar allí la noche.

–          Ni se te ocurra hacer fuego – dijo Valerio.

–          Yo no ceno frío – contestó Gordo.

–          Entonces no cenas.

Gordo Larsson iba a replicar cuando los Putinov, todos rubios y con flequillo, surgieron de la nada.

–          ¡La jodimos, Gordo!

–          Para nada, Valerio. Estos tienen una cara de hambre que no veas.

–          Por eso mismo, imbécil.

Los Putinov los llevaron a su refugio, que era andergraun, y los metieron en una olla de dos brazos de diámetro. Gordo Larsson, en un vistazo rápido y ante la ausencia de sal, pimienta u otros aderezos básicos, comprendió que aquellos miserables no habían comido algo decente en su vida. Consistente sí, porque la carne humana lo es, pero no aderezado de un modo civilizado.

–          Me los voy a camelar, Valerio.

–          Pues date prisa, porque hervoteamos en breve.

Cerró los ojos y se largó cincuenta años atrás; su madre trajina en la cocina; en la radio suenan discursos vocingleros; el gas hace tiempo que no rula, pero tienen carbón; el olor de las alcaparras se esparce; la polla gorda, abierta en canal, le lleva al suspiro. Gordo Larsson sonrió. Estaban salvados.

–          Не предпочитает петух с потрохами соус каперсы? (1) – preguntó Gordo.

–          Мы говорим испанский, идиот – respondió el más viejo de los Putinov.

–          Pues entonces mucho mejor. Les explicaré cómo se hace y así aprenden algo de cocina, que no les vendrá mal. Si les gusta, nos dejan en paz. Si no, nos quedamos aquí hasta que logre cocinar algo ajustado a su raquítico sentido del gusto.

El más viejo de los Putinov accedió al ofrecimiento de Gordo Larsson, pero puso una condición.

–          En vez de una polla, prefiero que esa salsa de alcaparras me la acompañes con las orejas de tu compañero.

–          Eso no es posible, señor Putinov. La oreja es cartílago, que no casa con la alcaparra. La alcaparra pide carne de pluma y yo podría tomar por polla eso de ahí arriba – Gordo señaló a una gallina vieja que dormitaba sobre una viga.

El viejo hizo una señal, alguien lanzó un pedrusco y la gallina cayó decapitada a los pies de la olla donde habían metido a Gordo Larsson y Valerio Bravo.

–          Если я делаю не так, как я буду есть петух будет вашим (2) – amenazó el viejo.

–          Мой друг больше жира, поверьте мне – respondió Gordo.

–          Затем я ем оба.

–          Как, но прежде, чем мне нужно два яйца.

Les sacaron de la olla y dejaron espacio libre a Gordo Larsson, quien desplumó y destripó a la gallina en un suspiro, rellenándola de seguido con un asadillo bien especiado de sus propias vísceras. Después, metiendo la mano en su macuto, que con los años adquiriría rango de objeto místico, extrajo cuatro patatas, un variado de despensa y un saquito repleto de alcaparras frescas. Dejó dorarse de largo a la gallina sobre una cama de patata y se concentró en la salsa.

–          Lo explico en voz alta para que se os quede, cenutrios – anunció Gordo, poniéndose a la labor -. En esta cazuela mezclo la harina, la mantequilla y un chorrín de leche para calentar sin hervor. En este boul pongo las yemas de huevo, otro poco de mantequilla y unas gotas de vinagre, triturando con rabia hasta mezclar bien. Esta mezcla la paso a la cazuela y revuelvo con mimo a fuego lento hasta que hierva. Retiro al instante, añado cuatro taquitos  de mantequilla y vuelvo a revolver hasta que se derrita. Añado las alcaparras, sazono con sal y pimienta, esparzo sobre la víctima y listo.

Gordo Larsson acercó la humeante polla con salsa de alcaparras ante las narices del viejo. Valerio Bravo conteníala respiración. El viejo Putinov agarró la pieza con una mano y le dio un mordisco. Masticó y tragó. Por su expresión, Gordo supo que no sólo había convencido a aquel analfabeto integral, sino que lo había mandado al paraíso. La avenida Ministro Gallardón era territorio conquistado. Contento y esperanzado, nuestro héroe cantó una vieja copla itálica aprendida a saber dónde:

–          Dolce far niente, dolce mirata, luna di mele, e aqüa gelata.

(1)       ¿No prefieren menudillos de polla con salsa de alcaparras? – Sabemos hablar en castellano, imbécil.

(2)       Si no me gusta, la polla que me comeré será la tuya – La de mi amigo es más gorda, créame – Entonces me comeré ambas – Como quiera, pero también necesitaré dos huevos.

 

Próximo jueves: Huevos a la tripe en Can Tuiter

 

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo segundo

 Capítulo segundo.

Pato a la arlesiana con cobertura de Amparo.

En 2030, la ciudad de Gil Mateos alcanzó su máximo histórico de población con medio millón de habitantes. En 2047, año del último censo oficial, esa cifra se había reducido a poco más de cien mil. En la última década del siglo XXI, no sobrepasaba las diez mil personas.

–         De esos diez mil desgraciados, unos quinientos vivimos en el barrio de La Bola. En Lo Matas y El Camps otro tanto. El resto hasta diez mil están en Berlusco y La Urdanga. Esos dos barrios son un puto peligro, Gordo. ¿De verdad te las vas a jugar por dos pichones?

Valerio, apellidado Bravo, cazador de oficio y de unos veinticinco años de edad, conversaba con Gordo Larsson al tiempo que afilaba sus machetes.

–         Claro que sí. Y tú vas a venir conmigo.

–         Ya he estado una vez y es suficiente. Por allí se comen a la gente, Gordo.

–         ¿Y dónde no, Valerio?

–         Quiero decir que se los comen vivos. Hoy te cortan una pierna, mañana la lengua, al otro las manos y así hasta completar el menú de una semana.

–         Pero a nosotros no nos cogerán.

–         ¿Y por qué estás tan seguro?

–         Porque yo cuidaré de ti y tú cuidaras de mí. Si tú has ido y has vuelto de La Urdanga, yo estuve en Toledo y puedo contarlo. Ambos tenemos recursos suficientes para llegar a donde haga falta

Valerio Bravo permaneció pensativo un instante. Sin dejar de afilar machetes, marcó una sonrisa de medio lado.

–         ¿A donde haga falta?  ¿Qué andas pensando, Gordo? Me parece que tú quieres ir bastante más lejos que el parque Leo Messi. ¿Me equivoco?

–         Te cabo a rabo – dijo la mujer que respondía al nombre de Amparo -. Apuesto un pato a que Gordo no pasa del centro y se vuelve a La Bola sin los pichones.

–         ¡Un pato!

–         Lo que oyes, Gordo. Uno bien cebado, no esos que venden por ahí todo chutados de sopicaldo.

Gordo Larsson comenzó a salivar. Todos los patos del mundo se agolpaban en su mente. Lo agarró la memoria y se lo llevó a la cocina de su madre. Hacía más de cincuenta años, pero el recuerdo era suculento, delicioso, voraz. Las aletas de su nariz se tensaron. Lo estaba oliendo. La receta ya dibujaba un titular, Gordo lo dijo en voz alta:

–         Pato a la arlesiana.

–         Con cobertura Amparo.

–         ¿Y eso qué es? – preguntó Gordo.

–         Pues que además del pato, podrás follarme a discreción durante una semana.

Aquello lo escuchó Valerio y fue tensarse como una catapulta. La jodienda era escasa y las apuestas cosa seria en aquella época. Incumplirlas salía caro.

–         Gordo, si te acompaño y volvemos a La Bola con esos pichones, tú te quedas el pato y yo le doy doble a esta vieja.

Amparo lanzó una carcajada. Con casi cuarenta años, estando la longevidad media en unos cincuenta y cinco, había decidido no decir que no a nada. Bajarse el culero ante Gordo Larsson, viejo, enano y tragón, y después felacionársela a Valerio Bravo, joven, fornido y cazador, no significaba sacrificio alguno, sino ser gozada en buena ley por los amigos. En una sociedad brutal y fragmentada como lo fue la Iberia de finales del siglo XXI, el cariño y la amistad eran bienes escasos y fugaces

Se comprometieron y cerraron la apuesta. Si regresaban del parque Leo Messi con dos pichones, Gordo se ganaría un pato y Valerio una semana de joder a saco con Amparo. Si se los comían en el barrio de  Berlusco o La Urdanga, o si volvían de vacío, Amparo se quedaría con la colección de hierbas y especias de Gordo Larsson y los machetes de Valerio. Le dieron un tiento al orujo y estrecharon sus manos. Ya no cabía rajarse.

–         ¿Y cómo es eso del pato a la arlesiana, Gordo? – preguntó Valerio, tratando de pensar en algo diferente a Amparo desnuda en el catre.

–         Tiene su cosa, pero es difícil hacerlo mal. Para un pato bien cebado se necesitan cuatro buenos puñados de carne y tocino de cerdo, un cuarto de aceite de oliva, una cebolla, cinco pies de apio, su buena zanahoria, aceitunas, si las hay, pimienta, orégano, sal y una trufa de las gordas, aunque esta última ya es para nota.

–         ¡Ahí es nada!

–         Pero eso sólo es la orquesta, Valerio. Sin el solista, sin el pato, no hacemos nada. Y escasean tanto como los pichones. ¿Cumplirás, Amparo?

Cumpliría, sí. Era una apuesta y, sobre todo, era un pato. Aún estaba reciente en La Bola la trifulca en la plaza Gran Aguirre. Seis muertos por un talego de nueces.

–         Al pato, de primeras, lo matamos y lo desplumamos. Le cortamos el cuello y lo pasamos por la llama. El hígado y el corazón no nos lo comemos de la misma, sino que los hacemos picadillo junto con el cerdo. Ese picadillo lo ponemos en una cazuela con un chorrito de aceite, las especias y el pellejo de la trufa, y lo tenemos un ratín en brasa amable. Ese será el relleno que hemos de introducir en el pato por su salida natural.

–         ¡El culo! – aplaudió Valerio Bravo, el cazador.

–         Agarramos un cacerolo donde el pato esté cómodo, echamos un buen chorro de aceite, la cebolla, el apio y esa hermosura de zanahoria. Especiamos, dejamos colorearse al pato y después añadimos agua caliente. Tapamos el cacerolo y dejamos hervotear a brasa viva un rato largo, que el pato será viejo. Acabada la cocción metemos la trufa arrodajada y las aceitunas. Contamos seis veces cien sin prisas, sacamos la manduca, escurrimos, trinchamos y comemos.

–         Comes – dijo Valerio -. Yo estaré con Amparo en…

–         No, mozalbete, a mí no me follas sin que haya catado antes ese pato a la arlesiana.

–         No te arrepentirás, vieja.

–         Eso espero y deseo, Gordo.

Próximo: Menudillos de polla con salsa de alcaparras.

 

Gula tatuada. Andanzas de “Gordo” Larsson. Capítulo Primero

  

 

Capítulo primero.  Querencia de pichones a la brasa crepandine.

 

Uno de los platos favoritos de Gordo Larsson y que con más nostalgia recordaba. Una buena mañana se le antojaron, aunque para darse el gusto necesitaba dos pichones jóvenes y tiernos. El resto para ajustarse a la receta lo tenía en su chamizo: las cebolletas, la harina, la vinagre, el chorrito de aceite de oliva, el cuartillo de leche, el ramillete de perejil y las pizcas de sal, pimienta y comino. Si faltaba algo, lo encontraría en la tienda de Loui. Pero no pichones.

         ¿Y tienen que ser pichones? ¿No puedes apañarte con un salchichón?

         No, Loui. Necesito pichones. ¿Sabes quién puede venderlos?

         ¡Qué se yo, Gordo! Mira mi tienda, género básico.

¿Dónde encontraba dos buenos pichones en el barrio de La Bola? Habló con Valerio, que era cazador, pero no pudo decirle nada sensato porque estaba borracho de orujo. Aun así, quiso darle una pista.

         No existen, Gordo. Los pichones se extinguieron.

Necesitaba dos pichones grandes y tiernos para pasarlos por la llama y quemarles el vello que pudiera quedarles tras el desplume. Después, desplegarles las alas sobre la espalda, hacer dos incisiones en la piel y sujetar en ellas las patas del ave. Paso previo a que el cuchillo abriera los pichones de arriba abajo por la espalda. Seguido, tomaría el machete para aplastarlos por su parte interior y dejarlos completamente abiertos, como una mariposa.

         Sólo trabajamos con cerdos – le dijeron en el matadero del barrio.

         ¿Nada de pichones?

         ¿Me tomas el pelo o qué cojones?

Pensó en hablar con Amparo, que decía saberlo todo sobre la buena mesa, pero aún era pronto tras el desastre del último encuentro. Los insultos y bofetadas de esa mujer le dolieron a Gordo, vaya que sí. El castigo lógico por comentar lo crudo que le quedó ese solomillo de cerdo a la cacerola.

         ¡Está cerrado! – le gritaron en la tienda del subterráneo.

         ¿Venden ustedes pichones grandes?

         ¿Qué?

         Que si venden ustedes pichones grandes.

         ¡Vete al carajo!

Las brasas ya estaban listas. También la salsa crepandine, hecha con mimo y tiempo, porque de eso Gordo tenía todo el que quisiera. Los pichones, por el contrario, eran casi un imposible. Volvió a la tienda de Loui e insistió.

         ¿Estás seguro de que ninguno de tus proveedores trabaja con pichones?

         Joder, Gordo. Date por vencido, hombre.

         Eso nunca, Loui.

         Entonces tendrás que ir al parque Leo Messi y cazarlos tú  mismo… si puedes.

El parque Leo Messi quedaba en el extremo oriental de la ciudad de Gil Mateos, en la salida hacia Madrid. Partiendo del barrio de La Bola, Gordo tenía ante sí quince kilómetros que le obligaban a cruzar por la zona centro y los barrios de Lo Matas, El Camps, Berlusco y La Urdanga. Un papelón. Las posibilidades de llegar intacto eran reducidas, sobre todo en Berlusco y La Urdanga.

         Te van a salir caros esos putos pichones, Gordo.

         Ya sabes lo cabezón que soy, Loui.

         Cabezón y gilipollas.

         Y viejo, no lo olvides.

         ¿Qué tiene eso que ver, Gordo?

         Pues que nadie va a rajar a un viejo enano que empuja un carrito, ¿no crees?

         Un viejo enano, imbécil, gilipollas y cabezón al que destriparon los del barrio deLa Urdanga por su mala cabeza. Ya sabes qué tiempos vivimos Gordo, me caes bien, no la jodas. Cógete ese salchichón y quédate en La Bola.

De vuelta a su chamizo, Gordo se repitió esa frase unas cuantas veces: quédate en La Bola, quédate en La Bola. Cuando ya desmenuzaba el salchichón de Loui para asarlo junto a un sofrito de cebolla y no desperdiciar la salsa crepandine, el cielo atronó con violencia y comenzó a llover para que las brasas se apagaran como quien sopla una vela.

         ¡Una mierda me quedo en La Bola! ¡Yo quiero pichones, coño! ¡Mataría por dos pichones!

Sólo le escucharon los gatos, atentos a todo y con un hambre canina.

 

 

 

Próximo capítulo: Pato a la arlesiana con cobertura de Amparo.

 

 

 

Gula tatuada. Andanzas de «Gordo» Larsson. Antecedentes

 

Antecedentes

A mediados del siglo XXI, tal y como anunciaron los profetas, España se rompió. Las cosas se alteraron de tal modo, hubo tales volteos y tan seguidos, que al final resultó lo de siempre, pero esa vez con más hambre y sin semáforos. Un país sin electricidad es posible, dando por descontado que los hábitos se endurecen y la cerveza fría pasa a ser un artículo de lujo. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, no hubo batallas, ni paredones ni cunetas. Si bien es cierto que unos treinta y cinco millones de personas murieron de hambre, sed,  frío o calor, hay que decir que lo hicieron en la quietud de sus hogares, por lo que cabe afirmar que la ruptura fue pacífica. El país, sencillamente, se pudrió. Y a Portugal le sucedió otro tanto. La Unión Europea, con Francia y Alemania a la cabeza, retomó el proyecto Lepén y construyó el canal Pyrénées, dejando a Iberia del modo en que siempre la habían visto: como una isla. El término lazareto no tardó en ser rescatado.

En el interior de esa ínsula, o gueto, cada cual trató de salvar su pellejo. Como es normal en sociedades ignorantes y atrasadas, se vivió un resurgir del género épico. Las historias heroicas brotaron y se esparcieron. Todas ellas, pese a sus múltiples estilos, tenían un común denominador: la búsqueda del sustento. De entre aquellos héroes ibéricos de la segunda mitad del siglo XXI, hubo uno que destacó por lo peculiar de sus objetivos. Se llamaba Larsson Gómez. Tenía unos setenta años, medía metro y medio y lucía una cabeza dura como el granito. Le gustaba comer, más aún cocinar. De físico era casi un gorrión, pero la gula la llevaba tatuada. Por eso le llamaban Gordo.

Sobrevivía en La Bola, una barriada de la ciudad de Gil Mateos, forúnculo urbanístico que brotó al oeste de la antigua comunidad  autónoma de Madrid a comienzos de los años veinte, una vez superado de falsete el Crash Negro de 2010.

Estas crónicas que ahora reproducimos, compiladas en 2118 por Guillén Dewu, monje anarquista del Comunato de Oña (Castilla La Vieja), son algunas de las historias que protagonizó a finales del siglo XXI Larsson Gómez, más conocido como Gordo, un hombre empeñado en la búsqueda del placer a través del paladar.

Mañana jueves,  primer capítulo : Querencia de pichones a la brasa crepandine.

 

 

Willy Uribe y sus bares de Bilbao

Willy Uribe conversando con la librera en la cocina de Negra y Criminal, durante la presentación de Sé que mi padre decía, publicado por Los Libros del Lince.

Bares de novela negra: Willy Uribe y «el bar de junto a la parada»

Sé que mi padre decía, de Willy Uribe, es una buena novela negra. Uno de nuestros libros imprescindibles. De aquellos que siempre deben estar en Negra y Criminal. De aquellos que nos siguen acompañando cuando ya hace mucho que dejan de ser novedad. De aquellos que difícilmente se encuentran en las librerías convencionales, aquellas que tienen pura novedad.

El caso es que hace tiempo que notábamos su ausencia. Ha faltado mucho tiempo de nuestras estanterías.

Acabamos de recuperarlo. Los libros del lince, lo ha recuperado para aquellos lectores que no lo leyeron en su día. La acción transcurre en Bilbao y en algunos pueblos de su entorno.

(…) Cuando me dirigí hacia la parada del autobús comenzó a llover con fuerza. El mar, doscientos metros a mi espalda, conseguía introducir entre el aguacero sus golpes de salitre. Aún quedaba media hora para la llegada del autobús y entré en el bar que quedaba junto a la parada. Poca luz, mesas para el mus y el tute, carteles del Athletic, viejas redes cargando polvo colgadas de las paredes y al fondo, tras una barra desierta, el camarero. Le pedí un cortado pero me contestó que la cafetera aún no estaba caliente. Era lunes y el reloj marcaba las once y diez de la mañana. Armintza era un pueblo para fin de semana con tiempo bonito, sol alegre y una pandilla de gaviotas sobre el rompeolas coronando la postal. El resto de la semana, nada. El mejor lugar que podía haber elegido, un agujero a desmano para ganar o perder la partida.

    Pedí permiso para ojear el periódico y dejar pasar unos minutos. La fotografía de una manifestación ocupaba media portada; Bilbao, miles de personas y tras ellas la silueta del Sagrado Corazón. En las fotos no se ven los gritos, al fin y al cabo aire, pero sí las bocas abiertas, los gestos, las miradas lanzadas hacia delante. Levanté mis ojos del periódico y se encontraron con los del camarero.

_ Más de medio millón de personas_ dijo_. Espero que esta vez les haya quedado claro a los de Madrid lo que queremos. ¿ O vamos a tener que sacar al perro a pasear otra vez?

En una de las columnas del bar había un rincón con algunos anuncios fotocopiados. Nathanael se ofrecía para reparaciones domésticas y jardinería. Lucía cuidaría niños durante todo el día. Eloísa, enfermera titulada, decía ser especialista en guardias nocturnas. Jon vendía una guitarra. Todos los anuncios se prolongaban en flecos de papel con un número de teléfono. Arranqué el de Eloísa y, cuando ya regresaba hacia la parada del bus, volviendo sobre mis pasos, arranqué también el de Jon.”

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