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Bares de novela negra: El bar sin nombre


Fireball Roberts en la edición de El último buen beso en Vintage Contemporaries

No lo leí cuando en su día se editó en La Cua de Palla,  L’ últim petó autèntic. Agradezco que este pasado 2011 se editara nuevamente  El último buen beso y pudiera disfrutar del placer de la lectura de este James Crumley en estado puro. Yo, y muchos otros lectores.

(…) El deteriorado edificio de madera se ubicaba a unos cincuenta metros de la carretera de Petaluma, y el Cadillac descapotable rojo de Trahearne estaba aparcado delante. En la época en que la vieja autovía era todavía nueva, y antes de que fuera reconstruida según criterios más eficientes, el garito de cerveza había sido una gasolinera. El espectro desdibujado de un caballo volador rojo presidía aún los erosionados listones de las paredes del establecimiento. Un pequeño grupo de coches abandonados, que iban desde un Henry J carmesí hasta un Dodge Charger negro, casi nuevo pero terriblemente estropeado, yacían prisioneros en la empolvada extensión  de maleza y hierbajos; las cuencas vacías de sus faros delanteros soñaban con Pegaso  y con una huida sobre el asfalto. El local ni siquiera tenía nombre, tan sólo un letrero poco legible que ofrecía una lánguida promesa de CERVEZA balanceándose en el inclinado porche. Los viejos surtidores con el depósito de vidrio desaparecieron tiempo atrás _transportados probablemente a Sausalito para abrir una tienda de antigüedades_, aunque los herrumbrosos pernos de la base seguían proyectándose en el cemento cual huesos de dedos humanos en una tumba poco profunda.

Aparqué al lado del Caddy de Trehearne, salí del vehículo para desembarazarme de los kilómetros que entumecían mis piernas, y luego me alejé del sol primaveral para penetrar en la sombra polvorienta del tugurio, golpeando suavemente con los tacones de las botas los combados tablones del suelo y exhalando un suspiro en el aire ensombrecido. Aquél era el sitio, el bar al que hubiera acudido yo mismo en una de mis orgías ambulantes,sí, habría entrado y me habría incrustado como una canica en una grieta, era el lugar perfecto, un refugio para californianos adictos a la oxicodona y tejanos en el exilio, un hogar para campesinos recién desposeídos de sus tierras, con los ojos tan vacíos de esperanza que reflejan las tórridas y ventosas llanuras, los áridos, casi bíblicos tramos de horizonte interrumpidos solamente por la armazón de una mecedora huérfana, y más lejos, nublados por la ira, los contornos de naranjales y astiles de hacha. Éste hubiera podido ser fácilmente mi rincón, un hogar en el que cualquier hombre podía ahogar el hastío en alcohol, arrepentirse de pasadas violencias y ser perdonado por el módico precio de una cerveza.


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