años setenta

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Javier Cercas y un bocata de mortadela

En el año 2009 el CCCB nos obsequió con una rareza.

http://www.youtube.com/watch?v=tbjFrO6bVF0

Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle,  fue una exposición excepcional.

Ofrecía una mirada sobre el cine quinqui, que vivió su apogeo entre 1978 y 1985.

El llamado cine quinqui acarreó consigo una particular e intrincada relación de retroalimentación con la prensa sensacionalista de la época, pero, además, actuó como reflejo fiel de las transformaciones urbanísticas, sociales, políticas y económicas que azotaron el país durante aquel periodo.

Fue una exposición rigurosa, llena de imágenes de aquellas que arañan y palabras que ponen la piel de gallina. Todo un mundo desaparecido del mapa.

No salí  indiferente de aquella exposición,  Javier Cercas tampoco.

 (…)“Por primera vez en mi vida encontré en un museo una exposición que hablaba de mí mismo, de mi propia experiencia. Allí vi maquinas del millón, carteles de películas, carátulas de discos de Los Chichos o Los Chunguitos que formaban parte de mi adolescencia. Al final había una sala con grandes retratos en blanco y negro de muchachos de aquella época. Todos estaban muertos. Y me pregunté: ‘¿Cómo es que yo no soy uno de ellos?’. Esta es la verdadera pregunta que está en el origen de mi novela”.

El libro Las leyes de la frontera de Javier Cercas ha sido devorado en este fin de semana por la librera.

(El termino devorar no es un termino elegante para hablar de lectura. Lo sé, pero reconocerán que es muy gráfico y espero que el autor sepa perdonar. Algunos críticos literarios y algunos lectores también exquisitos seguro que preferirán leer libros de los que se paladean o se degustan. Lo siento por ellos. A mi suelen gustarme los libros que leo de un trago)

Cuando llegó a NyC el libro Las leyes de la frontera me acerqué a él con la distancia prudente y necesaria que guardo con todos los autores y sus criaturas. Han sido demasiadas veces las que me he lanzado con pasión hacia la lectura de alguno en particular y luego la decepción ha llegado a convertirse en desamor. Más que precavida andaba con un autor tan vitoreado y seguido como Javier Cercas pero no me gusta hacer juicios a priori. A todos los libros que entran en Negra y Criminal, les doy su oportunidad.

En su exterior (portada y contraportada) aparecían palabras que me incitaron a su lectura. La palabra frontera, las fronteras me gustan cuando son porosas y permeables; quinquis de los años 70 y primeros 80; la trama que transcurre en una Girona que todavía se escribía con E, una ciudad de provincias húmeda y gris que todavía no tenia la cara restaurada por los arquitectos plásticos; los barrios y bares de charnegos y de putas;  El Zarco, un quinqui atracador de bancos…

Bien.

Para mi el libro merecía probar suerte.

El hilo conductor de Las leyes de la frontera es un interrogador sin nombre que provoca  las confesiones de un abogado penalista de éxito, un director de prisión y un policía. El motivo: saber de la vida y la leyenda de Antonio Gamallo, alias El Zarco, al que todos ellos conocieron.

No les cuento nada más de la trama. Si son lectores de periódicos, blogs, revistas especializadas, programas televisivos de libros etc. sabrán hasta la saciedad de esta apuesta literaria para el otoño.

No obstante, sepan que esta repleta de personajes de carne y hueso que merecen ser leídos: el Gafitas del 78 convertido en Ignacio Cañas, el abogado penalista de éxito en la segunda parte del libro; el director de la cárcel; el inspector Cuenca, y sobre todo la Tere de ojos verdes, el personaje más contundente de la novela, un personaje con ribetes de heroína clásica que se come  incluso al aparente protagonista, Antonio Gamallo, alias El Zarco. Personaje inspirado en Juan José Moreno Cuenca, ‘El Vaquilla’ y otros quinquis de la época.

En la novela hay muchas fronteras, no solo la geográfica que el río Ter y la Devesa establecían para separar a los barrios de charnegos de los de también charnegos pero con categoría de funcionarios de medio pelo como la familia del Gafitas. También la frontera entre el pasado y el presente con todas sus consecuencias, y la que debería separar el bien y el mal, pero como dice el padre de Ignacio Cañas en un momento del libro “¿Está usted seguro de que el bien y el mal es lo mismo para todo el mundo?”.

Yo les aconsejo que lean este libro. Fácil de leer difícil de escribir. Creo que disfrutarán como yo lo he hecho de esta inteligente y contundente mezcla de géneros; de la nostalgia contenida que impregna sus páginas. Para amortiguarla nada más setentero que un bocata de mortadela o de chorizo ( sin señalar a nadie).

P.D.

Por cierto,  esta novela estará en todas partes, no solo en las librerías con libreros y libreras.  Recuerden no obstante que si nos la compran a nosotros les estaremos eternamente agradecidos.

 

Bares de novela negra: el Magnolia Bar de Sjöwall y Wahlöö

El Magnolia Bar era pequeño y oscuro, y estaba situado en el centro de la ciudad. La luz, de tonalidad naranja, brotaba de ocultas fuentes de luz, las paredes eran violetas, como la moqueta que cubría todo el suelo; las butacas bajas, agrupadas alrededor de las mesitas redondas de plexiglás, eran de color de rosa. El mostrador de latón pulido formaba un semicírculo; la música era suave, las chicas de la barra, rubias, de busto alto y escotado; y las bebidas caras.

Malmström y Mohrén se sentaron cada uno en una butaca rosa alrededor de la única mesa libre que había en el local, el cual estaba tan abarrotado que daba la sensación de estar a punto de estallar, aunque el número de parroquianos apenas superaba los veinte.

El elemento femenino consistía en las dos rubias del mostrador: todos los clientes eran hombres.

La camarera se acercó y se inclinó sobre la mesa hacia ellos, permitiéndoles vislumbrar sus pezones grandes y rosados, así como percibir los no muy grandes efluvios de su sudor axilar y su perfume. Cuando le trajeron su gimlet a Malmström y un Chivas a sin hielo a Mohrén, se pusieron a mirar en derredor buscando a Hauser. No tenían ni idea de qué aspecto podía tener, pero sabían que era un tipo duro.

Malmström fue el primero en avistarle.

Estaba al final de la barra, con un cigarrillo largo y estrecho en la boca y un vaso de whisky en la mano. Era alto, delgado, de hombros anchos, e iba vestido con un traje de ante beige. Llevaba unas gruesas patillas, y el oscuro cabello, que le clareaba un poco en la coronilla, se le rizaba en la nuca. Inclinado con despreocupación ante la barra, le dijo algo a la camarera, quien, tras una pausa, e acercó a hablar con él. Guardaba un asombroso parecido con Sean Connery. La rubia lo miró con admiración y soltó una risita afectada. Ella le puso la mano ahuecada bajo el cigarrillo que llevaba pegado a los labios, y le dio unos ligeros toques con el dedo, de modo que la larga columna de ceniza le cayó en la mano. Él fingió no darse cuenta del gesto. Al cabo de un rato, apuró su whisky y, de inmediato, le sirvieron otro. Tenía el rostro inmóvil, y dirigía los ojos color azul acero hacia algún punto situado arriba, más allá de los rizos decolorados de la chica. No se dignaba siquiera a rozarla con la mirada. Su apariencia se correspondía exactamente con su  fama de tipo duro. Incluso Mohrén estaba algo impresionado.

Esperaron a que mirase hacia donde ellos estaban.

Un hombrecillo rechoncho vestido con un traje gris mal cortado, una camisa de nailon blanca y una corbata color vino se sentó a su mesa en la butaca que quedaba libre. Su rostro redondo, terso y rubicundo; sus ojos grandes y de color azul porcelana se

escondían tras unas lentes sin montura; llevaba el ondulado cabello muy corto y con raya a un lado.

Malmström y Mohrén le lanzaron una mirada indiferente y siguieron contemplando al James Bond del bar.

El recién llegado dijo algo en voz baja y suave, y pasó un buen rato antes que cayeran en la cuenta de que les estaba hablando, y otro rato antes de que cayeran en la cuenta de que les estaba hablando, y otro rato más hasta que comprendieron que esa persona con aspecto de querubín era Gustav Hauser, y no el tipo duro del bar.

Poco después abandonaron el Magnolia Bar.

La habitación cerrada/ Maj Sjöwall y Per Wahlöö

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