Capítulo quinto
Costillas de canguro a la salchichera en Lo Matas.
El orujo es del rey, y el agua para el buey. Si la hubiera conocido, Valerio Bravo habría firmado con sangre esa máxima. Lo mismo que Gordo Larsson ésta otra: Ave que vuela, a la cazuela. Y ésta: Si quieres cosa gafada, come liebre asada. Adoraba la carne de pluma y torcía el morro ante la de conejos y liebres, que fue lo que encontraron en la entrada del barrio de Lo Matas. Liebres gigantes. Un retén de veinte canguros.
– Esos bichos son muy cabrones, Gordo – advirtió Valerio, agazapados ambos bajo unos arbustos -. Además de tener una piel dura como un zapato.
– ¿Y qué hacen ahí plantados?
– Yo que sé, Gordo.
– La carne de esos bichos es bien difícil.
– Más bien piensa en que no te coman ellos a ti.
– Los canguros son herbívoros, Valerio.
– Los únicos herbívoros que conozco en esta ciudad son los rastas de nuestro barrio. El resto, hasta las palomas, tragamos lo que sea.
Como si Doña Realidad quisiera refrendar las palabras de Valerio, hizo salir de algún lugar a un hombre que cargaba un saco. Al instante, el tropel de canguros comenzó a saltar hacia él. El individuo, alarmado, quiso desenfundar su cuchillo, pero el crochet de izquierdas que le soltó el canguro alfa lo dejó nocaut. Después se lo comieron.
– Al menos despistarán el hambre – dijo Gordo.
– Esos roedores son insaciables, pero ahora están entretenidos y nos dan una oportunidad.
A cuatro patas, escondidos tras un murete, Gordo Larsson y Valerio Bravo salvaron el retén de canguros y se internaron en el barrio de Lo Matas, tan desvencijado como La Bola. Tras avanzar un buen trecho alcanzaron una plaza en cuyo centro se alzaba la figura en mármol de un hombre que señalaba hacia el cielo. Grabada en una placa, se leía: Lo Matas a Jaume Matas y Borbón.
– ¿Quién fue ese tal Matas y Borbón, Gordo?
– Ni puta idea, Valerio, pero supongo que alguien muy querido, porque la estatua sigue en pie.
Continuaban camino cuando una mujer les chistó desde un tercer piso, haciendo señas para que subieran.
– Una trampa. De fijo. Es la primera vez en mi vida que veo a una persona exponerse con tanta facilidad.
– ¿No eres demasiado desconfiado, Valerio?
– Seguimos vivos, ¿verdad? No vamos a subir ahí, Gordo.
Sin embargo, no les quedó otra opción cuando los veinte canguros aparecieron en la plaza y se abalanzaron hacia ellos a grandes saltos. Entraron a la carrera en el portal del edificio, donde no encontraron escalera alguna, sino una gran cesta atada al extremo de una cuerda.
– ¡Meteos dentro! – gritó una voz.
Cuando el canguro alfa ya buscaba el mentón de Valerio para ejecutar un gancho fatal, un tirón de la cuerda alzó el cesto. La jauría de marsupiales, viendo escapar las piezas, rompió en un aullido que dejó claro lo voraz de su comportamiento.
– ¿Qué te decía? ¿Les gusta la carne o no?
Gordo iba a responder que no le quedaba duda alguna, pero alcanzado el tercer piso lo hicieron por él.
– Esas bestias ya no comen otra cosa que carne, y si pueden, humana.
La mujer les tendió una mano y salieron de la cesta.
– Me llamo Pili Sangüesa y esta es mi familia.
Una vieja desdentada y un montón de carne con vida propia atado a una silla.
– ¿Qué le ha pasado? – preguntó Valerio.
– Que quiso ir al parque Leo Messi, el pobre – respondió la mujer.
A Gordo se le tensaron las orejas.
– ¿Para qué?
– Para lo mismo que tú, Gordo Larsson. Pero en vez de pichones, él buscaba setas.
– ¿De qué me conoces?
– Tu fama te precede.
Gordo pensó que aquello, la fama, no era buena compañera de viaje. Y no por modestia, sino por seguridad.
– ¿Qué setas fue a buscar? ¿Le gusta cocinar? – preguntó Gordo, sin apartar su vista de un muchacho al que faltaban piernas, brazos y media cabeza, incluidas nariz, morro y orejas.
– No, cocinar no, a este lo que le iban eran los bonguis (*). El muy cretino se pasaba todo el día entre Mercurio y Plutón.
– ¿Y por qué no lo matan? – preguntó Valerio.
La mujer se encogió de hombros, pero la vieja desdentada rió.
– ¡Cállate, puta! – le arreó la mujer con un madero -. ¡Que eres una puta! ¡Vieja puta!
La vieja encajó los golpes sin dejar de reír y se escurrió a otra habitación. Desde allí, gritó.
– ¡Lo único que no amputaron a ese imbécil fue el nardo! ¡Y qué nardo!
Valerio lanzó una carcajada. La mujer, aceptando de inmediato la confesión de la vieja, se unió a sus risas. Sin perder un segundo, se arrodilló ante él, le bajó pantalón y calzones, y le enseñó lo bien que lo hacía. También dijo que tenía una botella de orujo en la despensa.
– ¡Gordo, esto es la leche! ¡El puto Walhalla, compañero!
Gordo Larsson, ignorando la escena, comenzó a pensar e imaginar los tesoros gastronómicos que albergaba el parque Leo Messi. Después recordó que tenían un revolver. Esperó a que Valerio se vaciara y después lo llevó a una ventana. Al pie del edificio aguardaban los veinte canguros.
– ¿A cuál tumbo? – preguntó Valerio.
– Al más hijo de puta, claro. Ese grandote de allí.
Valerio empuñó el revólver, hizo bang y el macho alfa ni se inmutó.
– ¿Qué te decía? Un pellejo bien duro.
Segundos después, el canguro se desplomó.
– Duras son las mierdas que tienes en la cabeza, Valerio. Una bala es una bala.
Los diecinueve canguros restantes, vencida la sorpresa inicial e incapaces de resistir al llamado de la sangre, se arrojaron sobre el cuerpo de su líder dispuestos a no dejar de él ni los genes.
– Ahora, espaciando un poco, vas matando al resto y dejas para el final a ese pequeñín de allá, que estará bien tierno.
Los canguros, cegados por la ansiedad, no comprendieron que los estaban matando poco a poco. Cuando solo quedó en pie el más chico, Gordo dijo a Valerio que lo baleara en las patas, sin matarlo.
– A ese lo acuchillamos como a los cerdos, y que sufra, que hoy cenamos costillas de canguro a la salchichera.
Los vecinos de Lo Matas no tardaron en abandonar sus refugios y retornar a las calles. Apenas eran quinientas personas, por lo que tocaba a un canguro para cada veinticinco. Buena proteína y, sobre todo, librarse de aquellas fieras.
– ¿Y cómo llegaron esos bichos hasta aquí? – preguntó Valerio a un vecino.
– Escaparon de La Urdanga – dijo el hombre, royendo una costilla – Aquello es un maldito infierno, jefe, y esto está de muerte.
Gordo Larsson puso en aquellos canguros toda su ciencia. Aborrecía la carne de roedor, pero supo hacer de ella algo comestible y, más aún, agradable al paladar.
– Gordo, eso de Larsson, ¿de dónde viene? – preguntó Valerio, tras la comida.
– Es mi nombre de bautismo.
– ¿Bautismo?
– Una ceremonia tradicional del sector de la hostelería. Y Larsson fue un filósofo escandinavo a quien mi vieja profesaba gran devoción.
– No me suena – dijo Valerio, no satisfecho del todo con aquellos canguros, tal vez recordando los trozos humanos que guardaba en su bolsa.
– Su obra se ha perdido, como la de otros grandes pensadores y artistas. Ni libros ni pantallas, ya sólo nos queda el estómago – dijo Gordo Larsson, haciendo honor a su apodo y conectando con la insatisfacción de su compañero.
– Y la jodienda, amigo. Si regresamos triunfantes a La Bola, a la Amparo la reviento.
Notas manuscrita de Guillén Dewu. Monje anarquista del Comunato de Oña (Castilla La Vieja) y cronista de las andanzas de Gordo Larsson.
(*) Bonguis: Hongo escreméntico de vacuno con propiedades desconcertantes.
Costillas de canguro a la salchichera: Matar un canguro lechal y desangrarlo como a un puerco. Descuartizarlo y despellejar y salpimentar las costillas. Chorro de aceite o manteca a la sartén y tener a brasa lenta las costillas durante ocho veces sesenta. Se les da la vuelta y otro tanto de tiempo. Retirar las costillas. En el aceite y la grasa apochar la cebolla, sumando un puñado de harina, bien de romero, cucharada de mostaza y media frasca de vino en tientos cortos. Mezclar con brío, tapa al puchero y a brasa lenta hasta que engorde. Poner las costillas sobre la salsa y esperar apenas nada, lo que el estómago tarde en crujir.
Próximo capítulo: Homo sapiens con base Mathurine
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