Capítulo segundo.
Pato a la arlesiana con cobertura de Amparo.
En 2030, la ciudad de Gil Mateos alcanzó su máximo histórico de población con medio millón de habitantes. En 2047, año del último censo oficial, esa cifra se había reducido a poco más de cien mil. En la última década del siglo XXI, no sobrepasaba las diez mil personas.
– De esos diez mil desgraciados, unos quinientos vivimos en el barrio de La Bola. En Lo Matas y El Camps otro tanto. El resto hasta diez mil están en Berlusco y La Urdanga. Esos dos barrios son un puto peligro, Gordo. ¿De verdad te las vas a jugar por dos pichones?
Valerio, apellidado Bravo, cazador de oficio y de unos veinticinco años de edad, conversaba con Gordo Larsson al tiempo que afilaba sus machetes.
– Claro que sí. Y tú vas a venir conmigo.
– Ya he estado una vez y es suficiente. Por allí se comen a la gente, Gordo.
– ¿Y dónde no, Valerio?
– Quiero decir que se los comen vivos. Hoy te cortan una pierna, mañana la lengua, al otro las manos y así hasta completar el menú de una semana.
– Pero a nosotros no nos cogerán.
– ¿Y por qué estás tan seguro?
– Porque yo cuidaré de ti y tú cuidaras de mí. Si tú has ido y has vuelto de La Urdanga, yo estuve en Toledo y puedo contarlo. Ambos tenemos recursos suficientes para llegar a donde haga falta
Valerio Bravo permaneció pensativo un instante. Sin dejar de afilar machetes, marcó una sonrisa de medio lado.
– ¿A donde haga falta? ¿Qué andas pensando, Gordo? Me parece que tú quieres ir bastante más lejos que el parque Leo Messi. ¿Me equivoco?
– Te cabo a rabo – dijo la mujer que respondía al nombre de Amparo -. Apuesto un pato a que Gordo no pasa del centro y se vuelve a La Bola sin los pichones.
– ¡Un pato!
– Lo que oyes, Gordo. Uno bien cebado, no esos que venden por ahí todo chutados de sopicaldo.
Gordo Larsson comenzó a salivar. Todos los patos del mundo se agolpaban en su mente. Lo agarró la memoria y se lo llevó a la cocina de su madre. Hacía más de cincuenta años, pero el recuerdo era suculento, delicioso, voraz. Las aletas de su nariz se tensaron. Lo estaba oliendo. La receta ya dibujaba un titular, Gordo lo dijo en voz alta:
– Pato a la arlesiana.
– Con cobertura Amparo.
– ¿Y eso qué es? – preguntó Gordo.
– Pues que además del pato, podrás follarme a discreción durante una semana.
Aquello lo escuchó Valerio y fue tensarse como una catapulta. La jodienda era escasa y las apuestas cosa seria en aquella época. Incumplirlas salía caro.
– Gordo, si te acompaño y volvemos a La Bola con esos pichones, tú te quedas el pato y yo le doy doble a esta vieja.
Amparo lanzó una carcajada. Con casi cuarenta años, estando la longevidad media en unos cincuenta y cinco, había decidido no decir que no a nada. Bajarse el culero ante Gordo Larsson, viejo, enano y tragón, y después felacionársela a Valerio Bravo, joven, fornido y cazador, no significaba sacrificio alguno, sino ser gozada en buena ley por los amigos. En una sociedad brutal y fragmentada como lo fue la Iberia de finales del siglo XXI, el cariño y la amistad eran bienes escasos y fugaces
Se comprometieron y cerraron la apuesta. Si regresaban del parque Leo Messi con dos pichones, Gordo se ganaría un pato y Valerio una semana de joder a saco con Amparo. Si se los comían en el barrio de Berlusco o La Urdanga, o si volvían de vacío, Amparo se quedaría con la colección de hierbas y especias de Gordo Larsson y los machetes de Valerio. Le dieron un tiento al orujo y estrecharon sus manos. Ya no cabía rajarse.
– ¿Y cómo es eso del pato a la arlesiana, Gordo? – preguntó Valerio, tratando de pensar en algo diferente a Amparo desnuda en el catre.
– Tiene su cosa, pero es difícil hacerlo mal. Para un pato bien cebado se necesitan cuatro buenos puñados de carne y tocino de cerdo, un cuarto de aceite de oliva, una cebolla, cinco pies de apio, su buena zanahoria, aceitunas, si las hay, pimienta, orégano, sal y una trufa de las gordas, aunque esta última ya es para nota.
– ¡Ahí es nada!
– Pero eso sólo es la orquesta, Valerio. Sin el solista, sin el pato, no hacemos nada. Y escasean tanto como los pichones. ¿Cumplirás, Amparo?
Cumpliría, sí. Era una apuesta y, sobre todo, era un pato. Aún estaba reciente en La Bola la trifulca en la plaza Gran Aguirre. Seis muertos por un talego de nueces.
– Al pato, de primeras, lo matamos y lo desplumamos. Le cortamos el cuello y lo pasamos por la llama. El hígado y el corazón no nos lo comemos de la misma, sino que los hacemos picadillo junto con el cerdo. Ese picadillo lo ponemos en una cazuela con un chorrito de aceite, las especias y el pellejo de la trufa, y lo tenemos un ratín en brasa amable. Ese será el relleno que hemos de introducir en el pato por su salida natural.
– ¡El culo! – aplaudió Valerio Bravo, el cazador.
– Agarramos un cacerolo donde el pato esté cómodo, echamos un buen chorro de aceite, la cebolla, el apio y esa hermosura de zanahoria. Especiamos, dejamos colorearse al pato y después añadimos agua caliente. Tapamos el cacerolo y dejamos hervotear a brasa viva un rato largo, que el pato será viejo. Acabada la cocción metemos la trufa arrodajada y las aceitunas. Contamos seis veces cien sin prisas, sacamos la manduca, escurrimos, trinchamos y comemos.
– Comes – dijo Valerio -. Yo estaré con Amparo en…
– No, mozalbete, a mí no me follas sin que haya catado antes ese pato a la arlesiana.
– No te arrepentirás, vieja.
– Eso espero y deseo, Gordo.
Próximo: Menudillos de polla con salsa de alcaparras.
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